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An. 2. Congr. Bras. Hispanistas Oct. 2002

 

Territorios de lo cotidiano: Las genealogías de Margo Glantz

 

 

Adriana Kanzepolsky

Faculdades Integradas Hebraico Brasileiras Renascença

 

 

En el epígrafe que precede una adenda de la edición de 1997 de Las genealogías, Lucy Glantz se pregunta: ''¿Qué diferencia es entre fue y era...? ¿Verdad que hay diferencia? Porque me dicen que no hay diferencia, pues si... (silencio)'' (GLANTZ, 1997, p. 233). No es casual que este epígrafe que evidencia la distancia no zanjada entre el ruso y el español de la madre de la escritora sea recuperado sólo en la última y definitiva edición, luego de su muerte. Si cuando la escritora/narradora decide ponerle un punto final a las genealogías el tiempo que reina es el pretérito indefinido, los restantes setenta y siete capítulos y el prólogo se juegan en un vaivén permanente entre el imperfecto -el tiempo de los relatos- y un presente que actualiza el recuerdo en la palabra de los padres y en la repetición de ciertos hábitos, mientras va convirtiéndose en pasado al ingresar en la escritura. La errancia que preside la vida de Jacobo y Lucy Glantz, inmigrantes rusos en México, y de toda la familia por distintos barrios de la ciudad, rige también la factura de este libro, que conoció diversas ediciones y que no se fija en ningún género1.

Mezcla de reportaje, ensayo, memorias paternas, autobiografía, memorias de infancia, libro de viajes, Las genealogías surge como un intento de indagar -no de cancelar, entiéndase bien- la inestabilidad que se reconoce como condición propia. ''Y todo es mío y no lo es y parezco judía y no lo parezco y por eso escribo -éstas- mis genealogías'' (GLANTZ, 1997, p. 21), declara Glantz al final del prólogo. ¿Indagar para qué?, podríamos preguntarnos, ¿para encontrar un origen, una filiación?, búsqueda que según Octavio Paz se confunde con la historia de México.2 ¿Es esa la búsqueda que emprende esta escritora mexicana de primera generación? Sí y no. O, tal vez sí, pero en un tono menor y sabiendo de antemano que su origen no está ni en Ucrania, lugar de donde provienen los padres, ni en México donde vio la vida ''entre los gritos de los marchantes de La Merced'', sino en el desplazamiento, en el tránsito entre lugares, lenguas y culturas; sabiendo de antemano que al origen no se lo busca sino que, en todo caso, se lo construye. Y es de eso que hablan estas genealogías judeo-mexicanas.

''Todos, seamos nobles o no, tenemos nuestras genealogías. Yo desciendo del Génesis, no por soberbia sino por necesidad'' (GLANTZ, 1997, p.17) nos informa graciosamente Margo Glantz al comienzo de su texto. He ahí el principio. Un libro, no cualquiera sino aquél en el que según afirma la tradición judeo-cristiana se cifra el origen del hombre. Sin embargo, esta frase que provoca la sonrisa inmediata, entre otros motivos por la arbitrariedad de la relación que establece entre el origen y la necesidad, está lejos de ser inocente. Afirmar que se desciende del Génesis implica simultáneamente que se viene de muy lejos y de ningún lado; al final se trata de un relato. También presupone que quien hace la afirmación se reconoce como perteneciente a un grupo -el del pueblo judío-, que considera al Génesis un elemento cardinal de su ''memoria cultural''. Pero hay más, recordemos que el libro se titula Las genealogías y que el trazado de genealogías es una práctica escrituraria frecuente en varios libros de la Biblia hebrea. ¿Estamos aquí frente a un nuevo eslabón en esta cadena de filiación? Otra vez la respuesta es ambigua. Mientras la Biblia se repite en el trazado de genealogías para dar cuenta de la ascendencia de grandes hombres, aquí se cuenta la historia de algunos perseguidos, de algunos antihéroes, en ocasiones pícaros y afortunados que por obra del azar salvaron la vida y que otras veces, menos favorecidos, sucumbieron víctimas de las persecuciones. Ahora, si ocuparse de las genealogías -y vale la pena recordar el plural- de unos inmigrantes pone en entredicho el modelo bíblico refuerza, a la vez, la pertenencia a un linaje judío, ya que se trata de un pueblo en cuya historia el exilio es una constante. Cuando esta mexicana, que guarda en su casa ciertas cosas judías heredadas ''al lado de algunos santos populares'' y de ''unas réplicas de ídolos prehispánicos'', se desvía del trazado de una genealogía en el sentido bíblico del término, mediante la apelación al humor y la insistencia en lo menor, y se distancia también de la búsqueda de un origen tal como lo entiende Octavio Paz, no anula la búsqueda sino que diseña unas genealogías que, esta vez, se fundan sobre los hábitos alimentarios y sobre la literatura idicsh.

''Sin cocina no hay pueblo. Sin pan nuestro de cada día tampoco. Por eso dice Bernal Díaz refiriéndose a la tortilla 'el pan de maíz que ellos hacían'. Me lo sé de memoria y casi puedo decir que por mis venas corre harina, pero eso pertenece a otro costal, al del Carmel (...)'' (GLANTZ, 1997, p.138).

En la cita, como en las vidas que relata, literatura y comida van de la mano. Mientras Jacobo Glantz abandona el ruso y el hebreo -inútiles en México- y aprende el idisch escrito, junto a su oficio de escritor, se dedica a la venta de pan. Una actividad que se dilata en una serie de bares y restaurantes, siempre fallidos por un motivo u otro, pero que surgen como una extensión de la casa y como espacios en que se combina el arte con la comida. Lugares en que se reúnen poetas y pintores para deleitarse con los sabores de la comida ruso-judía o ''las enchiladas al estilo judío de la Mayora Rosa''.

La relación entre literatura y comida no se limita al papel central que a ambas les cabe en los recuerdos que Las genealogías narran sino que el vínculo entre ellas está en la base de la construcción y recuperación de la memoria. Señalo esto en dos sentidos, en principio, la comida aparece como una suerte de telón de fondo siempre presente en los encuentros de Margo Glantz con sus padres. En las remisiones que el texto hace a esas reuniones es constante la referencia a los alimentos, a la escena en la mesa, a los vasos de té con mermelada de fresas, a los blintzes, al strudl, al ruido de las cucharitas al depositarse sobre los platos, a la cantidad de azúcar consumida, etc. En segundo lugar, y tal vez esto sea su aspecto más instigante, el acto cotidiano y trivial de reunirse a la mesa y comer -y hablo de comida ruso-judía- presentifica el recuerdo, es en sí mismo memoria y genealogía. En este sentido, y una vez más de modo oblicuo, el libro se enlaza con los modos judíos de preservación de la memoria, en los cuales, según Yosef Hayim Yerushalmi, es frecuente la interacción entre ritual y narrativa3. Es decir, el acto de reunirse a la mesa y saborear comida de la Europa oriental no tiene como función desencadenar un salto de la memoria, sino fusionar el pasado y el presente. Fusión que en Las genealogías no se produce por medio de la repetición cíclica de un ritual sino en el momento aleatorio de la reunión familiar y en la reproducción de lugares comunes del discurso materno centrados en la comida. ''Pero Margo, ¿por qué no comes? No has comido nada'' (GLANTZ, 1997, p.75) dice, por ejemplo, la madre en el capítulo diecinueve. Glantz no replica, valiéndose del paréntesis aclara: ''(Nada, sólo ternera fría, pecho de res, kasha, tallarines, puré de papa, ensalada de frutas, pasteles, strudls y luego, más tarde, té con otros strudls. A mamá -dice por fin- le parece que estoy muy delgada.)'' (GLANTZ, 1997, p.75).

En buena medida, los lugares comunes en torno a la comida, en el sentido de cliché pero también en el de lugares compartidos, organizan el relato de las memorias de infancia en Las genealogías. Así, la primera referencia a su niñez, hecha en el prólogo, alude a la inexistencia de una infancia religiosa, lo que se explica ante todo porque su madre no seguía las leyes alimentarias judías que prescriben, entre otras procedimientos, la separación rigurosa entre carne y leche. Un hábito, o su falta, que más tarde le impediría a la abuela paterna, quien sí cumplía con el precepto, continuar en México con ellos. Aunque los padres emigrados a México no siguen las leyes de pureza alimentaria, ni respetan la prohibición de cocinar el día sábado, con lo que producen un corte con el pasado familiar ruso, las referencias frecuentes, tanto a la comida kasher como a los platos tradicionales de la cocina judía, van escandiendo la narración, mientras se cuenta, casi en un murmullo, el aprendizaje de la cocina mexicana.

Las genealogías recupera y al mismo tiempo descontruye los tópicos más reconocibles de la memoria cultural judía en torno a la comida. Y si los platos tradicionales, nunca preparados de forma ortodoxa, se constituirán en medio de vida y en piedra de toque de la inserción de estos inmigrantes en la vida mexicana, el libro no hace de esto el relato ni de su triunfo ni de su fracaso sino que se despliega en pequeñas anécdotas -en microrrelatos-, o incluso en comentarios dichos al pasar, que, si en su comicidad, en su intrascendencia, destacan el valor afectivo de la comida, su valor de seña de identidad, minan todo atisbo de solemnidad y nos previenen contra el riesgo de buscar en estas memorias otra historia que no la de esta ''gente menor con un sentido del humor mayor''.

Que en estas genealogías los alimentos o el modo de prepararlos construyen un linaje y un lugar en que la memoria se identifica y en el que los sujetos se reconocen, y que del mismo está excluida la consanguinidad, lo prueban dos episodios complementarios y opuestos. Volvamos una vez más al capítulo diecinueve, en el que la madre recuerda

''-Mi hermano Salomón se sorprendió al oír que su hermana tenía un restaurant (...). Una vez fue a ver a Lida Trilnik, mientras estaba de visita en Odesa, y le trajo un pastelito y le preguntó: '¿En el restaurant de mi hermana hay pastelitos así?' Lida no sabía cómo explicarle que en el Carmel se hacían los mejores pasteles de México'' (GLANTZ, 1997, p.73).

La materialidad del pastel parece, por lo tanto, disminuir la distancia -entre ambos hermanos, entre la unión Soviética y México-, y posibilita una cierta ilusión de continuidad. El segundo episodio tiene lugar en un momento en que la escritora emprende viajes por distintos países para -como dice- espiar sus orígenes. Conoce a varios primos y la expectativa de la semejanza, del ''llamado de la sangre'', se reitera en cada encuentro. El texto va y viene entre la felicidad que produce el hallazgo de algunas coincidencias y una tenue desilusión cuando comprueba que toda marca de familia es un espejismo. Referidos algunos encuentros, Glantz, diestra en el manejo del lenguaje folletinesco, juega con la expectativa del lector/ telespectador cuando escribe: ''La sangre avisa, la sangre circula y cuando el instinto se alebestra lo más probable es que se trate de un pariente'' (GLANTZ, 1997, p. 217), para inmediatamente -y valiéndose de una estrategia que el texto repite- acotar: ''Esta verdad es infalible en las telenovelas, pero falla con Sam [uno de los primos]: la sangre ha cambiado de rumbo'' (GLANTZ, 1997, p. 217). No sólo no hay un origen cierto sino que, mediante el uso paródico de la cultura popular, el texto procura mostrar lo risible de la apuesta en una genealogía fundada en lazos de parentesco.

Creo haber insistido lo suficiente en el registro menor que la autora elige para contar la vida de estos inmigrantes de quienes es hija y también en la pequeñez cotidiana de los hechos que relata. Sabemos, sin embargo, que toda historia de inmigrantes trae consigo desdicha porque, como señala Edward Said, ''El exilio es la grieta insalvable producida por la fuerza entre un ser humano y su lugar de nacimiento, entre el yo y su verdadero hogar'' (SAID, 1984, p. 3). ¿Cómo narrar el exilio? ¿Cómo situarse en esa sucesión de exilios que conoce únicamente por los relatos de sus padres, ella que nació en otra tierra y otra lengua? La respuesta no es simple, ni tampoco única pero, podríamos decir, que en Las genealogías la historia irrumpe cuando menos se la espera. Y es ese deslizarse inadvertidamente en la memoria de lo cotidiano lo que potencia la intensidad de su horror. De este modo, en el prólogo, en un relato abigarrado que va de los panes especiales del sábado a la risa que cuando niña le provocaban los movimientos que acompañaban los rezos de un tío -risa que en el presente sacude también a sus hijas cuando alguien de la familia ''canta las oraciones anteriores a la Pascua o las que santifican el viernes''- declara: ''Yo sí me he metido en los hornos'' (GLANTZ, 1997, p.19). En el contexto de este libro, la asociación con los hornos crematorios es inmediata. Pero la expectativa se frustra casi enseguida cuando nos enteramos de que, en realidad, se trata del horno tibio de la panadería del tío Guidale que escondía galletitas con alma de membrilllo. Moroso, el texto continúa deleitándose en los recuerdos de los sabores infantiles, pero la sugerencia de cuerpos calcinados que la frase provoca no desaparece de la memoria del lector. Mientras en el prólogo la asociación con los hornos crematorios corre por cuenta del lector, el capítulo sesenta y nueve invierte la estrategia. Seguimos en el plano de la domesticidad un relato que habla de la lucha para desinfectar de chinches los colchones. En él la autobiógrafa recuerda complacida diversos procedimientos para acabar con la plaga. Pero, terminado el relato del episodio, rasga la blandura de los colchones y del recuerdo al comentar: ''(...) mis hermanas y yo recordamos con nostalgia corrompida el olor tenaz y descompuesto de aquellos días, días en que casi durante las mismas fechas los nazis empezaron a usar los hornos crematorios'' (GLANTZ, 1997, p. 214).

Adolescente durante la Segunda Guerra, el exterminio de los judíos, si bien de modo indirecto, forma parte de su experiencia. En el cine asiste a noticieros en los que muchachas que se le parecen ingresan repetidamente en los hornos, imagen que le deja una sensación de culpa cotidiana por haber escapado al número que ostentan en la muñeca. El exilio, sin embargo, es una experiencia que no conoce y para escribir sobre ella y entenderla son insuficientes los relatos paternos. Acude, en consecuencia, a la literatura para imaginarse el mundo en que los padres vivían. A Bashevis Singer, a Kafka, pero sobre todo, a Isaac Babel les cabe la tarea de hacer visible el universo que Jacobo y Lucy Glantz dejaron atrás. La literatura dota de espesor al pasado y se hace recuerdo personal, comienza a formar parte de su patrimonio biográfico, del pasado que elige para sí, es decir, de sus propias genealogías.

Como muchos otros, el capítulo cuarenta se vale de un dato de la vida diaria, en este caso la muerte de un actor del teatro idisch de México, para reflexionar sobre la condición de exiliados permanentes de los judíos. Glantz parte de un pasaje de los Diarios de Kafka, en el que el escritor alude a la queja de los dramaturgos de Praga por la falta de interés de la comunidad en las obras de teatro idisch. Constata, que a pesar de la queja registrada por el checo, este teatro floreció inclusive en una comunidad tan pequeña como la de México, lo que la lleva a cuestionarse acerca de si el interés de los judíos del exilio en cultivar esas obras no estaría relacionado a la nostalgia de un territorio que nunca les perteneció pero que ''en algo fue suyo''. En otros términos, Glantz se pregunta si el teatro en lengua idisch no funcionó para los judíos como un espacio de reterritorialización, un lugar conocido y previsible, podríamos agregar nosotros. La reflexión me resulta particularmente interesante porque creo esa es una de las posibles interpretaciones para este libro de memorias. Si desde el comienzo Margo Glantz pone en entredicho la existencia de una genealogía, si una y otra vez demuestra la inutilidad y lo absurdo de la búsqueda de un origen, a medida que estas memorias frágiles y precarias se hacen, el libro se vuelve un espacio de reterritorialización por y en la palabra. De alguna manera, podría afirmarse que Las genealogías traza un círculo, de un linaje ''necesario'' que proviene del Génesis a un linaje electivo que se juega entre la literatura idisch y la literatura mexicana.

 

Bibliográficas

GLANTZ, M. Las genealogías. México: Alfaguara, 1997. 240 p.

SAID, E. Recuerdo del invierno. Punto de vista, Buenos Aires, n.22, p. 3-15, dic. 1984.

SEYDEL, U. Memoria, imaginación e historia en Los recuerdos del porvenir y Pedro Páramo. Casa del tiempo, México, s/n, p. 67-80, jul. 2002.

YERUSHALMI, Y. H. Zahor. História judaica e memória judaica. Rio de Janeiro: Imago, 1992.

 

 

1 El libro fue publicado parcialmente por entregas en el periódico UNOMÁSUNO. ''Reordenado, corregido y completado'' fue editado en 1981 por Martín Casillas. En 1987, ''con addenda y correcciones de 1986, sale por la Segunda Serie de Lecturas mexicanas. La edición que manejamos es la de Alfaguara, con un post scriptum de 1990 y uno de 1997. Tomo las informaciones de una ''Advertencia'' de Margo Glantz que antecede al prólogo de esta última edición.
2 Dice Octavio Paz: ''La historia de México es la del hombre que busca su filiación, su origen''. La cita es de El laberinto de la soledad pero la tomo de Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica de Silvia Molloy, quien la usa como epígrafe del capítulo X, ''Primeros recuerdos, primeros mitos: el Ulises criollo de José Vasconcelos''.
3 Refiriéndose específicamente a la celebración de la pascua judía señala que: ''Tanto a linguagem como o gesto são orientados para desencadear não tanto um salto da memória, mas a fusão entre o passado e o presente'' (YERUSHALMI, 1992, p. 64).