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An. 2. Congr. Bras. Hispanistas Oct. 2002

 

Dos destinos sudamericanos: Inca Garcilaso y Guamán Poma

 

 

Alfredo Cordiviola

UFPE

 

 

Estrictamente contemporáneos, dos de los cronistas más importantes del Perú, el Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616) y Guamán Poma de Ayala (1535-1616?), describen en el primer siglo de la colonia trayectorias disímiles y a veces antagónicas. Ambos nacieron en la misma década en que los presentimientos antiguos y recientes sobre la caída del imperio inca al fin eran corroborados. Temblores de tierra, cometas ''muy espantosos y temerosos'', las insinuaciones de la luna, la concepción de un niño blanco y otro negro por la misma mujer, águilas que caían, agonizantes, en plaza pública, indícios todos de calamidades venían multiplicandose desde el comienzo de aquel definitivo siglo XVI. Alimentados por convicciones religiosas y por las noticias del desembarco europeo en otras latitudes del continente, esos augurios serían confirmados en 1532, con la llegada de Francisco Pizarro. Ese sería el año en que comienza a surgir un otro mundo, poblado de conquistadores violentos e incansables, de corregidores, suspicacias e imposiciones: el mundo en que nacieron Guamán y Garcilaso.

Aun compartiendo una idéntica vocación por la memoria y la escritura, aun siendo testigos igualmente privilegiados de las fatalidades de la historia peruana, hay entre los dos cronistas claras diferencias, que ya han sido señaladas muchas veces. Garcilaso era mestizo, hijo de un capitán español y una princesa inca; en el linaje de Guamán no había antepasados europeos. Para éste, el español fue siempre una segunda lengua, una herramienta; aquél, mientras tanto, dominaba el idioma peninsular con el recato de un extranjero en la propia lengua. La Primeira parte de los Comentarios Reales fue publicada en 1609. El manuscrito de El Primer Nueva Corónica y buen gobierno compuesto por don Felipe Guaman Poma de Ayala Guamám, concluido en 1614, sólo sería publicado en el siglo XX. Garcilaso escribe su obra en España, para donde había emigrado definitivamente a los veintiún años. Sus instrumentos de trabajo son los recuerdos, las tradiciones oralmente divulgadas en el seno familiar y la consulta de las profusas historias y crónicas contemporáneas sobre el Nuevo Mundo. Guamán, que moriría sin haber atravesado el oéeano, redacta su tratado después de largos viajes por gran parte del territorio peruano. La memoria es también su aliada, pero sus principales recursos parten de la observación directa de las nuevas condiciones impuestas por el sistema colonial, y del análisis de las consecuentes mudanzas sociales.

Las intenciones que mueven a ambos autores también difieren notadamente. Así, en el ''Proemio'' de los Comentarios Reales, el Inca Garcilaso explica el motivo principal que lo induce a escribir sobre los reinos del Perú:

Aunque ha habido españoles curiosos que han escrito las repúblicas del Nuevo Mundo, como la de México y la del Perú y las de otros reinos de aquella gentilidad, no ha sido con la relación entera que de ellos se pudiera dar, que lo he notado particularmente en las cosas que del Perú he visto escritas, de las cuales, como natural de la ciudad de Cuzco, que fue otra Roma en aquel Imperio, tengo más larga y clara notícia que la que hasta ahora los escritores han dado.(GARCILASO, 1981, P. 9).

El párrafo inicial muestra una de las características más notorias de la prosa de Garcilaso, la necesidad de autorizar su propia voz narrativa. Ser nacido en Cuzco y dominar la lengua quechua son los dos recursos que lo colocan en situación privilegiada para contar los hechos, y que aseguran la novedad de su historia. En ese punto, los Comentarios Reales aportan eso que, por limitaciones lingüísticas, ninguna otra crónica sería capaz de ofrecer. Garcilaso se coloca en la posición de intérprete, aquel que disuelve los malentendidos, y se inviste del papel de árbitro, aquel que determina el sentido verdadero de las palabras.

Para legalizar esas posiciones cuenta con un argumento precioso, el uso de la primera pessoa. Ese yo que se infiltra en la relación del pasado y postula el lugar de la enunciación como punto de equilíbrio entre la historia familiar y ''las antiguallas de los incas'' cumple entonces dos funciones específicas y capitales: la de reproducir autorizadamente aquello que fuera oído, y la de crear un mito narrativo que asocia la infancia, y especialmente la pubertad, con todo un conjunto de significaciones relacionadas con la pureza, la veracidad y la falta de artificios. Ese es el tiempo de la adquisición de un saber que, guardado durante décadas, conformará más tarde el fundamento de los Comentarios Reales: ''En este tiempo tuve noticia de todo lo que vamos escribiendo, porque en mis niñeces me contaban sus historias como se cuentan las fábulas a los niños'' (GARCILASO, 1981, p. 25). La primera persona da así lugar a la dramatización de diálogos entre el jóven y sus antepasados, y permite dejar constancia de la palabra hablada. Palabra que aparece ya traducida en la crónica, mas que remite a una lengua original, el quechua de las conversaciones domésticas y del mundo materno. El quechua es la lengua ''que mamé en la leche'', como el autor afirma, metáfora que alude a la transmisión directa y natural del saber, y que hace de la lengua y de sus enseñanzas no apenas el canal por donde circulan las fábulas y noticias veraces, sino también un nutriente que se incorpora definitivamente al cuerpo y garantiza la supervivencia. En la babel de equívocos, medias palabras, tergiversaciones e incertidumbres que caracteriza las primeras décadas de la conquista, voz y linaje híbridos confieren ventaja al cronista. El factor lingüístico trasciende así los estrechos límites del vocablo o de la frase, y se transforma en el criterio de verdad que sustenta todo el discurso. Un criterio de verdad que supone un todavía tímido pero elocuente elogio del mestizaje.

Pero, además de afirmar el tránsito fluido entre las lenguas como garantía da escritura, hay en Garcilaso otra intención que diferencia su crónica de las otras redactadas por los españoles. Su proyecto consiste en inscribir en la historia cristiana (entendida como historia universal) las vicisitudes y evoluciones de los incas, para de ese modo obtener el reconocimiento para sí y para la cultura que representa. En ese marco deben interpretarse las constantes analogías entre el imperio inca y el romano. Cuzco fue una otra Roma, el quechua es una lengua tan ''galana'' como las de raíz latina, los dos imperios tuvieron orígenes divinos. Incas y Romanos fueron poderosos, civilizadores y paganos. Ambas civilizaciones fueron rescatadas de sus idolatrías e incorporadas a tiempo al devenir cristiano como partes de un todo lineal y salvífico.

Para realizar ese proyecto de incorporación de la historia peruana a la historia universal, Garcilaso cuenta con los modelos de narrativa histórica suministrados por la tradición clásica: Heródoto, Políbio, Plutarco, Tucídides y fundamentalmente César, cuyos ecos resuenan en el propio título escogido para su obra. Su método está basado en la síntesis de los conocimientos renacentistas, en su peculiar neoplatonismo, en el cotejo de las fuentes de los historiadores de Índias, en la citación escrupulosa. En el refugio de la biblioteca, combina pacientemente la memoria de las tradiciones orales con el saber ilustrado de los libros. Cercado de limitaciones, hace de la necesidad virtud: contra la memoria (que suele ser minada por el tiempo y por la mudanza de hábitos) consigue rescatar recuerdos claros, intocados por el olvido, y hace del arte de recordar categoría suprema de valor; contra la quizás desactualizada condición de una biblioteca provinciana española, consigue acceder a una infinita fuente de citaciones, y hace del cultivo al arcaísmo un estilo. Garcilaso encarna así la figura del intelectual periférico que escoge o es escogido (por decirlo así) por el exilio, y que transforma el exílio en razón primera para justificar su escritura. Es el intelectual que escribe sobre aquello que perdió, y que construye su tratado sobre la patria a través del doble e irremisible filtro de la distancia geográfica y de la distancia temporal. Un filtro que otorga a su crónica dos cadencias bien marcadas: el tono épico, consagrado por la historiografía clásica para narrar peripecias y avatares, y el tono elegíaco, el más adecuado para aludir a extravíos y derrotas.

Muy diferente es el caso de Guamám Poma de Ayala. Cronista, dibujante y caminador, al peruano ladino le interesan menos las cosas pasadas que las presentes. Garcilaso es historiador y memorialista, y trabaja, por lo tanto, con los modos retóricos de narrar la historia impuestos por la tradición escrita. Guamán es sociólogo, etnógrafo, político, y al escribir parece invocar otro tipo de referencias, aquellas que proceden de la tradición oral, elocuente y dramática de la oratoria religiosa. Su objetivo no es cantar la grandeza pasada de los incas, y a pesar de no estar libre de la idealización y de la elegía, recurre a la historia prehispánica movido siempre por la urgencia de explicar (y corregir) el presente. Ambos proyectos literarios postulan adversarios diferentes: para Garcilaso, su crónica es el remedio contra el olvido de los hechos de los incas, y contra la exclusión de esos hechos del continuum de la historia. Para Guamán, el enemigo a ser combatido es la miríade de males que asola a la sociedad colonial. El primero trama su discurso basado en la categoría de lo memorable; el segundo, en la categoría de lo útil.

Esa noción de utilidad surge ya en la primera página da Nueva Corónica:

La dicha crónica es muy útil y provechosa, y es buena para enmienda de vida para los cristianos e infieles, y para [que puedan] confesarse los dichos indios, y [hagan] enmienda de sus vidas y herronía idólatras. Y para (saber) [que sepan] confesarlos a los dichos indios, los dichos sacerdotes. Y para enmienda de los dichos encomenderos de los indios y corregidores y padres y curas de las dichas doctrinas y de los dichos mineros y de los dichos caciques principales, y demás indios mandoncillos, indios comunes, y de otros españoles y personas. (POMA DE AYALA, 1991, p. 101).

En ese párrafo inicial aparece toda la constelación de los actores sociales que el orden colonial había colocado en escena: los ''indios mandoncillos'' que abusan de sus pobres poderes, los padres inescrupulosos, los infieles que persisten en sus idolatrias, los corregidores injustos, ''y otros españoles y personas''. El tono que aquí predomina es admonitorio, a veces satírico y moralista, un tono que convida ''a que entremos a penitencia y mudar la vida como cristianos''. A fin de concretar esa mudanza de vida, la crónica, presentada como ''buena para enmienda'' de la situación vigente, lleva adelante la tarea de indicar problemas y sugerir hipotéticas soluciones para los más diversos aspectos de la vida virreinal: cuál debe ser el comportamiento de los sacristanes, cuáles deben ser las condiciones de las prisiones públicas, cuáles las obligaciones de los funcionarios de la corona, cuáles las ropas más adecuadas que las señoras deben vestir, cuáles las funciones de los caciques, cómo deben actuar los gobernantes, cómo deben ser la educación, los tributos, el trabajo.

Guamán, no obstante, nunca cuestiona la presencia española. Su imperiosa voz clama la reforma, no la rebelión. Como Bartolomé de las Casas había hecho en México, percibe la conquista como necesidad histórica, y el mundo colonial como un hecho consumado. Mas, a partir de un minucioso trabajo de campo que va registrando excesos y malicias, no vacila en apuntar la explotación del indio y la corrupción dominante, que hacen del Perú un verdadero ''mundo al revés''. Así como Garcilaso procuraba en los historiadores clásicos los modelos para su narrativa, Guamán procura en Luís de Granada, en la Gramática quechua y en las defensas de Frey Domingo de Santo Tomás, y en catecismos, sermonarios y tratados teológicos contemporáneos los instrumentos del ''buen gobierno''. Un buen gobierno que de alguna forma había sido puesto en jaque por la misma maquinaria colonial que el cronista pretende reparar.

Y aquí aparece la que tal vez sea una de las diferencias más evidentes entre los dos autores que estamos examinando, relativa al modo en que son presentados los pueblos que ocupaban el Perú antes del establecimiento del imperio Inca. Garcilaso divide la historia prehispánica en dos edades. En la primera, antes de los incas, ''unos indios había poco mejores que bestias mansas y otros mucho peores que fieras bravas''. Eran, para Garcilaso, seres primitivos y torpes; adoraban toda clase de criaturas, practicaban sacrificios humanos (algunas naciones eran también adictas a la antropofagia), vivían en cavernas o árboles, y ''sin señores que los mandasen ni gobernasen''. Tales pueblos parecen corresponder por completo a las características de los hombres bárbaros ya definidas en la historiografia clásica, y recuperadas por los cronistas europeos a lo largo del siglo XVI: falta de jerarquías y de leyes que regulen la convivencia, hábitos propios de los animales, caótico y elemental politeísmo.

Frente a la barbarie, la dominación inca es presentada como la luz que vence a las sombras, la redención que muestra el camino a seguir:

...permitió Dios Nuestro Señor que de ellos mismos saliese un lucero del alba que en aquellas oscurísimas tinieblas les diese alguna noticia de la ley natural y de la urbanidad y respetos que los hombres debían tenerse unos a otros (GARCILASO, 1981, p. 15) .

El ''lucero del alba'' es la sujeción, el gobierno y las ciencias de los Incas, que llegan para iluminar con sus sabias políticas la larga noche en que vivían los pueblos diseminados por los Andes. Aquellas naciones que no tuvieron la suerte de ser anexadas al poder inca, continuan (a pesar de transcurridos, como el autor afirma, setenta e um años de la conquista) cultivando las formas más primitivas de existencia. Como los romanos habían hecho en el mundo mediterráneo, los incas crean en América del Sur una unidad política y geográfica, y principalmente una unidad lingüística, al imponer el quechua como lengua franca. De ese modo, prepararon el camino para ese otro advento, el de la Iglesia, que significaría el grado de civilización superior, el punto culminante de la evolución humana.

La genealogía que Guamán traza no podría ser más opuesta. Lejos de civilizar las tierras conquistadas, los incas corrompieron el orden antiguo. En el orden antiguo, que el autor divide en cuatro edades progresivamente superiores, sobraba comida, reinaba la alegría, el adulterio y la codicia eran desconocidos, la justicia era la ley, el monoteísmo la religión. Si en Garcilaso veíamos una aplicación de los profusos discursos que dan forma a la figura del bárbaro, aquí parece haber otro modelo narrativo clásico en juego, aquel que postula la feliz existencia y el lamentable fin de la Edad de Oro. Una edad que llega a su abrupto final con la llegada de Manco Capac, el primero de los príncipes incas.

Para Garcilaso, Manco Capac era quien había inaugurado la edad de las luces, el fundador de Cuzco, el maestro que enseñó a los primitivos a sembrar y construir casas. Guamán lo describe en cambio como producto de hechicerías, como engendro del demonio y primer miembro de una estirpe maldita; el imperio inca marca así la disolución de las prácticas monoteístas, que sólo serían retomadas después de la llegada de Pizarro. El contradictorio Guamán debe aquí forzar la lógica de sus razonamientos. Los peruanos primitivos eran descendientes de Adán y Eva, y por lo tanto eran cristianos aún antes de conocer los Evangelios. Dominados por los incas, sufrirían la corrupción de sus hábitos -aunque en todo caso una corrupción mucho menor que esa que después traerían los europeos, y que el cronista podía observar en cada etapa de sus andanzas. Así, los españoles no tendrían la función redentora de enseñar la palabra divina, sino apenas la de restaurar y rememorar esa palabra. Serían una espécie de mal necesario, o un necesario mal: traen de vuelta la verdadera religión, a costa de instaurar un desorden social nunca antes visto.

Ante las presencias benignas o fatales, e igualmente inexorables, de evangelistas y fariseos, la única solución posible para Guamán parece estar oculta en las magias parciales del número cuatro. Cuatro fueron los ciclos preincaicos, como cuatro fueron según la Bíblia las edades anteriores a Cristo. Cuatro habían sido las partes en que estaba dividido el Tawantinsuyo, el imperio inca erigido en torno al ombligo de la capital Cuzco. El número, que era para los incas un valor que ordenaba el mundo, sirve así para postular la que tal vez sea la solución política más osada para resolver el problema de la administración y autonomía de los pueblos. Sin contestar el poder del rey, Guamán propone que la América española sea transformada en una especie de eventual confederación cristiana, organizada a partir no de colonias, mas de estados soberanos, como el andino, y controlada por la metrópoli. En el resto del orbe conocido habría también otros tres grandes Estados, todos regidos por un poder local: uno en África, otro en Ásia, y otro en Europa. ''El mundo es de Dios'', escribe el autor, ''y así Castilla es de los españoles, y las Indias es de los indios, y Guinea es de los negros, que cada uno de estos son legítimos propietarios'' (CARRILLO ESPEJO, 1992, p.148). De esta forma sería mantenido el equilíbrio entre el poder global, basado en Dios y delegado al monarca, y los poderes regionales, y habría una síntesis entre el orden antiguo (los cuatro suyos incas) y el orden católico presente.

Quizás no sea preciso decir que esa era una solución utópica y totalmente inviable en aquel momento histórico, marcado por la derrota final de los incas en Vilcabamba, ocurrida en 1572, y por las imposiciones y ordenanzas de la ''política de normalización'' del virrey Toledo, que continuarían practicamente en vigor hasta la independencia. No había lugar para cambios tan radicales, y los españoles ciertamente no estaban dispuestos a conceder tales beneficios a sus colonias. La crítica aparece entonces como obligatoria e inútil; inútil para revertir las políticas vigentes, obligatoria para trazar mapas del caos, pero también para proyectar en el devenir las soluciones que el presente posterga. Guamán probablemente sabía que el suyo no era un proyecto que podría concretarse a la brevedad, pero estaba escribiendo para el futuro, aceptando ya que el mundo prehispánico había acabado, pero guardando también la esperanza de que ese mundo nuevo inaugurado por los conquistadores no sería para sempre tal como era en ese entonces.

Entre esa aceptación y esa esperanza pende una noción que atraviesa toda la crónica, la noción de fatalidad. El pesimismo del cronista (cristalizado en el refrán ''y no hay remedio'' que, como una firma, alimenta sus censuras y aparece una y otra vez en sus reflexiones) surge como consecuencia de la imposibilidad actual de corregir los rumbos de la sociedad. Pero ese mismo fatalismo que, a través de la explotación y del mestizaje, dia a dia va diezmando a los indios y corrompiendo antiguas virtudes, es para Guamán un arma de doble filo: en el futuro, en algún momento que tocará a las fuerzas divinas determinar, la fatalidad también habrá de castigar ''a los soberbiosos de este mundo'' restituyendo así ''la dicha buena justicia y policía''. El autor lanza sus reclamos para que sean oídos por ''todos los cristianos del mundo'', porque en definitiva se trata de propugnar otra orden mundial, que tendría ''a Dios y a su justicia'' por garantes. Confiar en los designios de la Providencia: ese es en última instancia el corolario de todas las argumentaciones de la Nueva Corónica.

Pero es sabido que los designios divinos no tienen fecha para acontecer. En ese sentido, Guamán percibe el futuro de manera mucho más aprehensiva que Garcilaso. Para éste, la Providencia parece ya haber cumplido su parte, al haber escogido a España ''para alumbrar con lumbre de fé a las regiones que yacían en la sombra de la muerte''. Incorporado el mundo andino al seno de la Iglesia, el camino iniciado con la evangelización sólo podía ser venturoso. Para Guamán la llegada del catolicismo representa también el triunfo de la luz, una luz que, sin embargo, aparece constantemente amenazada por la vileza de los propios encargados de mantenerla encendida.

Confiante uno, fatalista el otro, Garcilaso y Guamán de alguna forma parecen exceder el ámbito del Perú colonial y, con sus aporías y fracasos, con sus convergencias y antagonismos, anuncian destinos que tocarían también a otros autores latinoamericanos. Como vimos, Garcilaso, el estilista erudito, es de los primeros intelectuales americanos que, por necesidad o opción, escribe en condición de exilado. Guamám, el pregonero acerbo, atestigua las penalidades de su tiempo sin contar con la protección de la distancia. Los dos instituyen así el lugar de la enunciación como pieza clave para formular sus interpretaciones de nación.

Estar fuera o dentro del país tal vez no sea la mejor de las categorías para diferenciar proyectos literarios. Además, el cultivo de la oposición binaria no siempre es aconsejable, especialmente cuando corremos el riesgo de dejar en segundo plano diferencias históricas muy nítidas en provecho de ciertas semejanzas quizás superficiales. Pero, dentro de la literatura hispanoamericana, son los cronistas andinos los que fundan no apenas el contraste ''escribir aquí/escribir allá'', sino también todas las concomitantes implicaciones de esa disyuntiva. Cuando a partir del siglo XIX se consolide el ensayo de interpretación nacional, tocará a esa disyuntiva establecer dos destinos paralelos y alternativos: por un lado, aquel que marca las efusiones de Andrés Bello, el proselitismo civilizador del Facundo de Sarmiento, el lánguido aristocratismo de Joaquim Nabuco. Por el otro, aquel presente en las contradicciones de Sílvio Romero, en las acrimoniosas diatribas de Martinez Estrada, en el trágico final de Rodolfo Walsh.

 

BIBLIOGRAFÍA

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