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An. 2. Congr. Bras. Hispanistas Oct. 2002

 

La honra y su omnipresencia en los relatos de los conquistadores

 

 

Elsa Otilia Heufemann-Barría

Universidade Federal do Amazonas - UFAM

 

 

Mucho se ha escrito sobre los conquistadores y sus hazañas, pero tal vez no tanto de los fuertes sentimientos que los movían e impulsionaban. Entre ellos, el sentimiento del honor, que se destacó en Europa a partir de la Edad Media, especialmente entre aquellos pueblos en que la caballería tuvo un desarrollo destacado. Se trata de un concepto muy antiguo que ha sido estudiado en diferentes contextos históricos, culturales y sociales, y en cada uno de ellos adquiere significados, funciones y características peculiares. El honor era una especie de norma de conducta que servía como evaluación social. En las sociedades europeas del siglo XVI, predominaba la tesis de que el honor se encontraba en la parte alta de la pirámide social y se condensaba más cuanto más se ascendía en ella; al contrario, a medida que se alejaba del rey, el reflejo del honor que llegaba a los individuos se hacía cada vez más débil. Este fuerte sentimiento se enraizó en las sociedades y comandó el comportamiento de sus habitantes durante siglos, nutriendo la literatura europea, tanto durante la Edad Media, como de los siglos posteriores. La mayoría de los estudiosos reconoce dos tipos de honor: uno interior, orientado a la inmanencia de la persona, y otro hacia la trascendencia.

Sin embargo, fue en España donde el honor tuvo una inmensa dimensión social y adquirió una relevancia mayor, transformándose en un centro hacia el que la vida de relación gravitaba. Fue también en España, donde se diferenció el concepto de honor y de honra. Para Alfonso de Figueroa y Melgar, el honor es la cualidad moral que lleva al hombre al más severo cumplimiento de sus deberes respecto al prójimo y a sí mismo. Se trata de un sentimiento interno e individual de la personalidad, que impulsa al hombre a guiarse por principios morales. El hombre de honor es el que cumple sus deberes y no comete actos deshonorables, aunque no cometa actos que trasciendan al dominio público. Por su parte, la honra es impuesta desde fuera, hay que adquirirla, y consiste en la aprobación de nuestros actos por los miembros de la comunidad de que formamos parte. Es un valor social que se obtiene por virtud y mérito. El honor es intrínseco y ''es'' y la honra es exterior y ''está'' (1968, p. 5). Los individuos ciudaban y defendían su honra y tenían una inmensa preocupación de no perderla, pues esto significaba deshonrar su nombre, su linaje y su lugar en su jerarquía estamental. Se tornaba muy difícil recuperar la honra perdida, como bien dice Pitt-Rivers: ''...la opinión pública constituye pues, un tribunal ante el que se aducen las pretensiones al honor, el tribunal de la reputación, y los juicios de ese tribunal son inapelables. Por esta razón, se ha dicho que el ridículo mata'' (1968, p. 27)

Para comprender mejor la fuerza del sentimiento de la honra, es necesario remontarse al siglo XVI, cuando motivado por el fin de la Reconquista de la Península, se instituyó en España la sociedad estamental, que polarizaba a los individuos en una minoría de privilegiados y en una masa de humildes. La primera era constituida por una nobleza inmensamente rica, que estaba exenta del pago de tributos, que se consideraba incompatible con el trabajo y el comercio, y que también sentía un profundo desprecio por cualquier actividad manual. A partir de allí, la aspiración a ser noble se transformó en una verdadera fiebre. Por su parte, la enorme masa de excluidos estaba sujeta a soportar el pago de todos los impuestos que eran cobrados en el reino, y estaba constituida por villanos y gente común, que habían practicado o practicaban oficios que envilecían. Este modelo de sociedad establecía rígidos niveles de estratificación y confería al individuo, no por su persona, sino por su pertenencia al grupo en que figuraba inserto, un prestigio que lo elevaba, o, que en su defecto, lo rebajaba dentro de esa sociedad. Dicho de otro modo, del lugar que ocupaba socialmente, derivaban sus derechos y deberes, y se le otorgaba un grado de honra, a través del cual el individuo era prestigiado o excluido. Los miembros de la nobleza formaban parte de este seleccionado grupo de detentores de honra, la cual era transferida por hereditariedad a sus descendientes. El concepto de ''bien'' o ''mal'' nacido estaba íntimamente ligado a la honra personal. Era una situación de gran desigualdad, que iba desde la cuna hasta la tumba. Paralelamente a esta división social, el régimen monárquico impuso el llamado estatuto de ''pureza o limpieza de sangre'', que estipulaba que quien no conseguía demostrar que era ''limpio de sangre'', es decir, que no descendía de judío o moriscos, quedaba excluido de sus derechos sociales. Aquél que conseguía demostrar su pureza de sangre era llamado de ''cristiano viejo'', recibía reconocimiento y respeto por parte de los otros. O sea, la ''limpieza de sangre'' era equivalente a la honra en su limpieza y la deshonra en su impureza. A partir de ahí, hubo dos maneras de afirmarse ante la sociedad: obtener honra a través del linaje o alcanzarla por medio de la constatación de la limpieza de sangre. El no poder comprobar la inexistencia entre sus antepasados de todo rastro de judío, de hereje o condenado por la Inquisición, era motivo de deshonra para el individuo. También la honra o la vileza de una persona o familia se expresaba en el prestigio social de las profesiones o empleos ejercidos. Se hablaba de empleos de honra, cuando la persona se dedicaba a lo religioso, político o militar. Aquéllos que ejercían algún trabajo manual eran excluidos, porque era considerado un tipo de actividad que envilecía. Cualquier oficio efectuado con las manos, como el de pintor, orfebre, sastre, sirviente, etc., era considerado oficio infame, de baja suerte, de poco valer, y, quienes lo ejercían, quedaban destituidos de honra. Los términos usados como opuestos a honra eran "ruin", ''bajo'', ''vil'', ''ordinario'', etc.

Otro grupo que gozaba de un reconocido prestigio en España, era el de los caballeros, a pesar de que a partir del siglo XVI la nobleza peninsular ya no tenía como práctica el uso de las armas. Lo que contribuyó a mantener vigente tan honrosa figura, fue la literatura de caballería, que tardíamente había renacido en España. Algunos autores han demostrado que los conquistadores conocían y se influenciaron por los libros de caballerías, cuya lectura era prohibida entonces por la Corona, por considerarla una literatura mentirosa y que influenciaba negativamente al lector. En realidad, su lectura renovó en los soldados el entusiasmo por la vida heroica y revivió con fuerza la honra caballeresca.

Los conquistadores, en su mayoría nacidos en este modelo social, llegaron al Nuevo Mundo cargando consigo estos preceptos, valores y principios de su sociedad de origen y aspirando a ganar honra como reputación de sus hazañas, considerando que, en su gran mayoría, la corriente migratoria en los tiempos de Colón y de los primeros expedicionarios, estaba formada especialmente por aventureros y villanos.

No lo más rico y bien hallado socialmente, pero sí lo más joven, lo más audaz, lo más vigoroso de la nación española se lanzó a los mares y desembarcó en América, para apoderarse por propio esfuerzo del continente desconocido que un puño de osadísimos argonautas acababa de descubrir en los mares de Occidente (BLANCO-FOMBONA, p. 140)

Pasados los primeros momentos de la Conquista, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, se alistaron para tomar posesión de las tierras recién descubiertas, grupos pertenecientes a los estamentos de caballeros e hijosdalgo. En Indias no bastaba la estirpe y la sangre sin mácula del conquistador para ser candidato a la honra, y poder así aproximarse al soberano; era necesario también cosechar riquezas. Por el solo hecho de participar en la Conquista y cualquiera que fuera su origen, el conquistador se sentía hidalgo y solicitaba al Rey las preeminencias que los nobles gozaban en la Península. Prueba de ello son los documentos enviados al soberano, refiriéndose a los derechos adquiridos. A ejemplo de lo que habían hecho los caballeros en la Península, los conquistadores ganaban tierras, luchaban contra los infieles, asumían los gastos de las expediciones, y usaban armas y caballos, símbolos de todo caballero. Por estos motivos ellos justificaban sus aspiraciones y derechos a ser tratados como hidalgos. En España, la mayoría de los conquistadores no habría tenido oportunidad de ascender socialmente. El único camino que les restaba para alcanzar este objetivo era ejecutar alguna o algunas hazañas notables, y conseguir a través de ellas un buen botín. El paso siguiente era la probanza de méritos ante el Rey y aspirar a tierras en señorío y ¿por qué no? conseguir el tan anhelado título nobiliario, a ejemplo de los marqueses Cortés y Pizarro. Para conseguir esto, la probanza de méritos era fundamental, porque a través de ella demostraban su participación en combates, y daban a conocer sus hazañas y sus hallazgos. Junto a la probanza era también de suma importancia, tener un espacio en las crónicas, porque de esta forma, el conquistador ganaba honra y su nombre y sus hazañas se perpetuaban. El deseo de ganar honra se constituyó en una verdadera obsesión en el Nuevo Mundo, y los conquistadores lo exteriorizaban de las más diversas maneras. Sobre sus actos, confiesa Almagro: ''Nuestro propósito fue y es servir a S.M. en el dicho descubrimiento porque obiese noticias de nosotros e nos honrase e hiciese mercedes...'' (MORALES PADRÓN, 1974, p.64)

Hernán Cortés registra en una de sus cartas:

...jamás en los españoles en ninguna parte hubo falta, y que estábamos en disposición de ganar para vuestra majestad los mayores reinos y señoríos que había en el mundo (...) por ello en el otro mundo ganábamos la gloria. Y en éste conseguíamos el mayor prez y honra que hasta nosotros ninguna generación ganó. (MORALES PADRÓN, 1974, p.64).

El cronista Fernández de Oviedo registra, en su Historia General y Natural de las Indias, una amonestación hecha por el capitán Francisco de Orellana a sus hombres:

...açertemos á servir al Emperador, nuestro señor, é á honrar á la nasçion é á nuestras personas en este descubrimiento tan famoso que haçemos (...) para que nuestro Rey nos haga merçedes y en su tiempo llegue el galardón de nuestros trabaxos, é para que siempre quede escripto en la memoria de los que hoy viven, é de los que nasçeran, un blasson çierto, un acuerdo inmortal de vosotros é de mi. ( 1855, p. 554).

El Nuevo Mundo representaba la oportunidad no sólo de encontrar oro, sino que también, y, especialmente, afirmarse socialmente, imponerse, establecerse, adquirir poder y prestigio. De esta manera, los primeros expedicionarios, que asumieron los cargos representativos de la monarquía en el Nuevo Mundo, luchaban enconadamente para destacarse, conquistar ricas tierras, pueblos y fortuna, para ganar honra ante los monarcas. El envío de grandes cantidades de oro a la Península, tenía como principal objetivo congraciarse con los monarcas, esperando de esta forma obtener la concesión de gracias. Como ya se registró anteriormente, los conquistadores no formaban parte del grupo de privilegiados en la Península, pero en el Nuevo Mundo ellos vivían, se comportaban y se consideraban hidalgos, caballeros u hombres principales y empiezan a utilizar usos caballerescos. Ser noble, caballero o hidalgo en España representaba provenir de una familia con linaje y contar con el respeto de los otros. En Indias, la mayoría se decía pertenecer a una de esas categorías; entre ellos se trataban como gentileshombres, procedían con señorío y mantenían cortesía. El colono-soldado empezó a abusar de ''don'' y del ''señor'' delante de su nombre propio. El Inca Garcilaso en sus Comentarios Reales, apunta:

Francisco Pizarro, a quien adelante llamaremos Don Francisco Pizarro, porque en las provisiones de Su Majestad le añadieron el pronombre Don, no tan usado entonces por los nobles como ahora, que se ha hecho común a todos: tanto a los indios de mi tierra, nobles y no nobles, se los ponen también a ellos. (SOLANO, 1988, p.29).

Bernal Díaz del Castillo, consigna lo siguiente sobre el origen de sus compañeros de armas:

Já falei de nós, os soldados, que partiram com Cortés, e do lugar em que eles foram mortos, e se quiserem saber alguma coisa sobre nossas pessoas, éramos todos ''hidalgos'', mesmo se alguns não possam se valer de linhagem muito clara, pois é bem sabido que neste mundo os homens não nascem todos iguais(...) Mas deixando isso de lado, além de nossa antiga nobreza – com os atos heróicos e os altos feitos que realizamos nas guerras, lutando dia e noite (...) nos enobrecemos muito mais do que antes (ROMANO, 1989, p. 73).

A pesar de que en su mayoría los conquistadores no contaban con grandes riquezas, tenían que mostrar algunos símbolos sociales que cabían a cualquier caballero que se preciara de tal; entre ellos la forma de tratamiento y títulos, o sea, poder mostrar que había participado en la conquista provisto de armas y caballo, ya que éste era el símbolo material del caballero. La ubicación de su residencia, puesto que los caballeros-hidalgos y su numerosa familia generalmente vivían en torno a la plaza principal. La calidad de la indumentaria también era importante, porque de esta manera mostraba una apariencia digna; generalmente la ropa era confeccionada con paños españoles, con adornos de oro y plata. El apellido era una forma de también obtener prestigio, ya que poseer un buen apellido y gracioso nombre era una de las características del hombre honrado, y si no lo tenían, lo buscaban entre los de sus parientes y adoptaban el más adecuado. El tipo de lenguaje usado por el conquistador también formaba parte de los símbolos externos del caballero. Las actividades religiosas eran asiduas, frecuentando iglesias y haciendo donaciones. Todas estas demostraciones externas servían para que este español del Nuevo Mundo mantuviera la honra adquirida aquí por el hecho de ser un conquistador. (SANCHIZ, 1988 p. 82)

Un estudio realizado recientemente en Quito, con el objetivo de examinar la naturaleza y la función del concepto de honor en esa región durante el siglo XVIII, llegó a la conclusión de que durante ese período se mantenía el concepto de honor típico de las sociedades del Antiguo Régimen. Según el autor, se trataba de un honor otorgado a un individuo como miembro de un cierto grupo social, o sea, un estamento. En este sentido, el honor, más que un rasgo o valor personal, era la característica de un grupo que determinaba la distinción o exclusión social (BÜSCHGES, 1997, p. 69)

Los conceptos de honor y honra ya no poseen el significado ni la fuerza que los conquistadores les otorgaron en el siglo XVI, pero es necesario reconocer el esfuerzo que éstos hicieron para conseguir su tan ansiada ubicación en la escala social; esfuerzo, que, según consta, muchas veces no fue reconocido por la Corona española.

 

Bibliografía

BLANCO-FOMBONA, R. El conquistador español del siglo XVI. Madrid:Ediciones Nuestra Raza, s/fecha. 230 p.

BÜSCHGES, Ch. Las leyes del honor. Honor y estratificación social en el distrito de la Audiencias de Quito (siglo XVIII). Revista de Indias. Madrid Nº 209 p. 55-83, enero-abril, 1997.

CASTRO, A. De la edad conflictiva. El drama de la honra en España y en su literatura. Madrid:Taurus, 1961. 255p.

FERNÁNDEZ DE OVIEDO, G. Historia General y Natural de las Indias. Tomo IV. Madrid: Imprenta de la Real Academia de Historia, 1855.

FIGUEROA Y MELGAR, A. Sobre el honor. Madrid:Ateneo, 1968. 28 p.

MORALES PADRÓN, F. Los conquistadores de América. Madrid:Espasa-Calpe, 1974. 171 p.

PITT-RIVERS, J. Honor y categoría social. In: PERISTIANY, J.G. El concepto del honor en la sociedad mediterránea. Barcelona:Labor, 1968, p. 21-75

ROMANO, R. Mecanismos da conquista colonial. São Paulo:Perspectiva, 1989, 126 p.

SANCHIS O., P. La conquista como plataforma de ascenso social. In: SOLANO, Francisco et alii. Proceso histórico al conquistador. Madrid:Alianza, 1988, p. 81-94

SOLANO, F. de. El conquistador hispano: señas de identidad. In: Proceso histórico al conquistador. Madrid:Alianza, 1988, p. 15-36.