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An. 2. Congr. Bras. Hispanistas Oct. 2002
La narrativa cubana de los noventa
Francisco Zaragoza Zaldívar
USP
En 1993 el profesor y crítico literario Salvador Redonet Cook publicó en La Habana una antología de cuentos de jóvenes narradores cubanos titulada Los últimos serán los primeros. La mayoría de los autores seleccionados había nacido después de 1965 y no pasaba entonces de los 30 años. En el prólogo al libro Redonet señalaba que estos autores tenían el mérito de haberle devuelto el conflicto a la cuentística del país, entendido el mismo como núcleo compositivo del relato. Según Redonet, era justamente de conflictividad de lo que había carecido una buena parte de la obra de los miembros de las promociones literarias anteriores. A pesar de la deliberada e irónica inexactitud en el balance de la generación inmediatamente precedente, el gesto de Redonet fue de hecho el acto de fundación de una nueva tendencia en la narrativa cubana del período revolucionario. Los novísimos, como llamó Redonet a aquel grupo de autores integrado entre otros por Rolando Sánchez Mejías, Ernesto Santana, Alberto Garrandés, Roberto Urías, Ronaldo Menéndez, Ena Lucía Portela, Daniel Díaz Mantilla y Pedro de Jesús López, se convirtieron en objeto de discusión obligado en el ámbito literario nacional, accediendo así a la existencia en nuestras letras.
Para entender en toda su extensión el significado de la operación crítica de Redonet es necesario recordar el contexto en el que ésta se verifica. Los cuatro primeros años de la década del noventa tal vez estén entre los peores que ha atravesado Cuba a lo largo de sus cinco siglos de historia: la crisis económica ya era entonces manifiesta, devastadora e irreversible, y sus consecuencias se hacen sentir –hasta hoy- en todas las dimensiones de la existencia de los cubanos; el modelo político e ideológico soviético vigente en la isla pierde definitivamente su legitimidad debido a las transformaciones que sufren los países de Europa oriental y la propia URSS; la sociedad cubana también se transforma y sobre todo en un primer momento el horizonte le resulta negro a la mayoría de la población del país, la cual contempla atónita cómo se disuelve la realidad a la que de buen o mal grado había estado enlazado su destino en los últimos treinta años.
En medio de esa situación literalmente caótica, el temor a la ingobernabilidad y a un final semejante al de la Unión Soviética condujo a la clase dirigente cubana al desarrollo de políticas autoritarias que se proyectaron en el ámbito social de los intelectuales como una mezcla de censura, de dudosas estrategias de cooptación y de prácticas abiertamente represivas que llevaron a muchos al exilio o en ciertos casos a la cárcel1. En pocas palabras: de las esperanzas en una democratización del socialismo que animara a la sociedad cubana en el lustro anterior, 1986-1990, cuando lo que se conoció como ''proceso de rectificación de errores'' pareció permitir la libertad de expresión y de crítica en los medios de difusión del país, se pasó a un clima de franca hostilidad del estado hacia cualquier manifestación polémica que entrañara la crítica a las prácticas del gobierno y que cuestionara su legitimidad. No es casual que muchos evocaran entonces, y erróneamente, como se verá después, la atmósfera de los años setenta. En este contexto que he descrito simplificadamente el libro Los últimos serán los primeros se perfila ante todo como un gesto de resistencia intelectual. Valiéndose de la autoridad específica que le confería su propia condición de académico, pues Redonet era profesor de Narratología y de Teoría Literaria en la Universidad de la Habana, el ya fallecido crítico tuvo un papel relevante en la institución y consolidación de un movimiento llamado a ser el reverso del que se estableció en la narrativa y en el campo intelectual cubano en la primera mitad de los años setenta.
No sería menos significativo el papel que de ahí en adelante jugarían también los propios autores en su constitución como grupo en los medios literarios del país. Hay que recordar que justamente con la caída del socialismo soviético el pensamiento filosófico y estético del marxismo ortodoxo, vigente durante tantos años en el sistema educacional cubano, pierde totalmente su operatividad. Si el cuestionamiento al sociologismo en las investigaciones estéticas o a la omnipresencia del marxismo en los estudios de las ciencias sociales y en la filosofía había comenzado años antes, en plena ''rectificación de errores'', la extinción de la URSS fue interpretada como una confirmación de la falta de actualidad histórica del paradigma marxista. Es entonces, y como consecuencia de la crisis del marxismo, que el debate sobre la postmodernidad cobra toda su fuerza en el espacio académico cubano y en el ámbito de las revistas culturales. Muchos de los novísimos escritores, entre los cuales hay varios graduados de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, se interesan o participan de este debate. Están más o menos familiarizados con los tópicos de la crítica postmoderna a través de las traducciones de Desiderio Navarro en la revista Criterios, de los ensayos de Gerardo Mosquera, Rufo Caballero y otros en El Caimán Barbudo o La Gaceta de Cuba, de las conferencias que ofrecen diversos especialistas en el Instituto Superior de Arte (ISA), en la Casa de las Américas y en la Universidad de La Habana, además del contacto con los libros editados sobre el tema en el extranjero que circulan de mano en mano por la ciudad. Algunos de estos autores, señalando de qué modo quieren ser leídos por la crítica o ejerciendo la crítica de sí mismos2, comienzan a aproximar o a apropiarse en sus escritos de ficción de las prácticas textuales postmodernas. En un ambiente que durante tantos años había estado y de hecho continúa cerrado a los contactos regulares con el ámbito intelectual internacional, el efecto de novedad y de ruptura inevitables asociado al discurso teórico crítico de la postmodernidad, con todo lo que el relativismo epistemológico y moral tenía de contestatario frente al apocalíptico discurso oficial de esos años (la consigna que más se escuchaba entonces era ''socialismo o muerte''), se trasladó y contagió la obra de los escritores aludidos. Así, se estableció una ecuación inconsciente entre novísimo, potmoderno y renovador, lo que ya se convertía en una sanción y un valor positivo en sí mismo.
Aún cuando sea síntoma del real aislamiento del medio intelectual cubano en relación con el resto del mundo, y sobre todo del relativo provincianismo al que este fenómeno nos condena, a una parte considerable de la crítica literaria cubana interesada en la producción narrativa de la isla en los años noventa le ha sido difícil sustraerse a la polémica sobre el supuesto carácter postmoderno de los textos escritos en el país en esta década. No me interesa entrar en los detalles de ese debate, pero basta constatar que autores tan conocidos en Cuba como Ambrosio Fornet, como el mismo Salvador Redonet Cook, como Margarita Mateo Palmer, Francisco López Sacha y Marilyn Bobes, se consideraron obligados a tomar posición ante el asunto. Las preguntas que todos se hacen son básicamente tres: primero, ¿las técnicas narrativas basadas en la parodia, el pastiche, la autorreferencia del discurso literario y la ironía intelectual son modernas o postmodernas?; segundo, si son postmodernas, ¿alcanzan a fundar un cambio, una discontinuidad en el proceso literario cubano?; tercero, ¿la relevancia internacional que ha adquirido recientemente una parte de la producción narrativa cubana –pensemos en Zoe Valdez, Abilio Estévez, Leonardo Padura o Pedro Juan Gutiérrez- tiene relación con esta problemática? Con una u otra concesión a las aserciones de los narradores las respuestas suelen ser negativas. La cuestión que está implícita en las dos primeras preguntas es si los novísimos, grupo que excluye a numerosos narradores cubanos que comenzaron a publicar en los ´80, como Senel Paz, Arturo Arango, Leonardo Padura y Francisco López Sacha y que han ganado renombre con sus publicaciones de los ´90, superan y marcan realmente una diferencia radical con los autores maestros de la literatura cubana, esto es, Alejo Carpentier, Severo Sarduy, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante, Virgilio Piñera, o con los autores latinoamericanos del boom. Obviamente, se trata sólo una pregunta retórica; los críticos dicen no, en una formulación que cuando más le concede a los nuevos escritores el prestigio de haber sabido entablar un diálogo con sus mayores. Y confieso que yo mismo me inclino a creer que es así, es decir, por mencionar varios ejemplos, veo claramente la proximidad de Pedro de Jesús López en su novela Sibilas en Mercaderes al Severo Sarduy al que consagrara su tesis de grado; veo la relación de Pájaro, pincel y tinta china, de Ena Lucía Portela con las últimas obras de Italo Calvino y con el Cortázar de Rayuela; veo la recuperación de Borges en Cuba en la segunda mitad de los ochenta en algunos textos casi escolares de Waldo Pérez y de José Miguel Sánchez. Ahora bien, la crítica no se ha interrogado demasiado sobre las condiciones que permitieron que se diera dicho diálogo justo en los años noventa, así que va a ser esto lo que más adelante trataré de explorar. La tercera pregunta, la de la relación del éxito internacional de algunos autores cubanos con la problemática de la postmodernidad también es respondida negativamente. Aquí, apelando a nuestro muy profundo prejuicio intelectual contra la obra mercantilizada, la crítica cubana en general atribuye la fama de estas obras a concesiones literarias e ideológicas al gusto del mercado de consumo de lo cubano en boga en Europa y América, o sea, a algo como una moda, lo que deja sin resolver la cuestión de que muchos autores que viven en Cuba deben su reciente consagración precisamente a la existencia de dicho mercado y son sin embargo miembros del grupo de los novísimos.
La lógica del debate sobre la postmodernidad en relación con la más reciente narrativa cubana ayudó a establecer al grupo de los novísimos, o sea, lo constituyó, pero no es en esa lógica que vamos a encontrar respuestas sobre el significado que este conjunto narrativo tiene en el proceso literario cubano en la Revolución y en el proceso literario latinoamericano de los años sesenta en adelante. Anticipo la tesis de que la narrativa cubana de los noventa, en las figuras de los jóvenes autores que Redonet recogió en su antología, y también en la de autores que ya venían publicando desde mucho antes, como Jesús Díaz, Lisandro Otero, Miguel Collazo, o que habían comenzado a publicar en los ochenta, como Arturo Arango, Francisco López Sacha, Senel Paz, Padura, Abilio Estévez, efectúa tardíamente su puesta al día con relación al canon de la Nueva Narrativa Hispanoamericana, entre otras cosas a través de la recuperación de las figuras cubanas pertenecientes al mismo. Tendremos que ir al pasado para demostrarlo.
Si hay un período que señala un hiato en el curso de la cultura cubana en el siglo XX este se ubica en los años 70. Como consecuencia del estrechamiento de las relaciones de dependencia de Cuba al campo socialista, a raíz del fracaso de la Zafra de los 10 millones y de la incorporación al CAME, y a tono con la adopción a fondo del proyecto de una nueva sociedad, se impone definitivamente en la isla una política cultural de corte soviético que realiza lo que en los años sesenta solo hubieran anunciado las ''Palabras a los intelectuales'' de Fidel Castro. Se trata de un proyecto que pretende institucionalizar la esfera de la cultura y convertirla en aparato ideológico del estado, al estilo de lo que ya se venía haciendo en el plano educacional, con el fin de fomentar en la población los valores de la nueva sociedad socialista. De ahí la proyección pedagógica y oficialista de las prácticas culturales y el hecho de que se hiperbolice el papel didáctico y propagandístico del texto literario y artístico. Oficialmente se promueve el realismo socialista como modelo ideoestético legítimo en la enseñanza de la literatura en el medio académico, y se efectúa un recorte unilateral de la tradición literaria nacional e internacional. De los intelectuales se espera el compromiso y que se pongan al servicio de la Revolución. Es por ello que en este momento autores como Lezama y Piñera son excluidos del canon y condenados al ostracismo y que un gran grupo de escritores cubanos deja durante un buen tiempo de publicar, debido a la censura y a la autocensura. (Carpentier sólo se libra gracias a la ambigüedad de sus posturas políticas y a sus compromisos oficiales). Así mismo, se prohíbe o impide la circulación de las obras de Reinaldo Arenas, de Guillermo Cabrera Infante y de Severo Sarduy, lo que origina la escisión entre literatura cubana del exilio y literatura producida en Cuba que dura prácticamente hasta la actualidad. También son prohibidos autores latinoamericanos que han roto con el gobierno de La Habana, como sucede con Mario Vargas Llosa o Jorge Edwards. Los más afectados por este fenómeno serán a la larga los jóvenes nacidos en la década del 50 que al principio de los 70 comienzan a abandonar la adolescencia. Estos jóvenes, Arango, Abel Prieto –actual ministro de cultura-, Padura, Senel, crecen en un clima de homogeneidad cultural que difiere bastante del de los años 60, privados del diálogo con las mayores figuras de su propia tradición y de los autores más representativos del boom, salvo García Márquez o Carpentier. En ese ambiente los burócratas dominan la vida intelectual; la crítica literaria es recurrentemente sociopolítica; los premios Casa de las Américas, cuando son buenos, les son entregados a novelas como La última mujer y el próximo combate de Manuel Cofiño, que representa un patético regreso al realismo tan sólo seis años después de la publicación de Paradiso y cuatro de Conversación en la Catedral. Como es prácticamente impensable, además, concebir la existencia intelectual al margen de las instituciones del estado –el caso de Reinaldo Arenas, no niega, sino que confirma la regla- los jóvenes escritores que habrían de empezar a publicar en los 80 no tienen como eludir esa temprana castración. Esto se hará evidente en la calidad de la obra inicial de dichos autores. Un rey en el jardín, de Senel Paz, El cumpleaños del fuego, de López Sacha, el cuento ''El viejo y el bar'', de Arturo Arango, muestran los esfuerzos de una generación que ha tenido que formar un capital literario específico prácticamente a contracorriente. Para la cual incursionar en la novela de aprendizaje o en el manido realismo mágico es ya una osadía. Para la que, como en el caso de Leonardo Padura, conciliar lo real maravilloso y el materialismo dialéctico en una investigación no resulta monstruoso.
Al comenzar este trabajo dije que la reinterpretación que hizo Redonet de las promociones que antecedieron a los novísimos era deliberadamente falsa. Me basaba en la idea de que la recuperación del conflicto para la literatura comenzó en los 80 con autores que empiezan a publicar en esta década y también con autores que venían publicando desde antes. Jesús Díaz, en Las iniciales de la tierra, es el caso más elocuente, pero también Senel Paz con ''El lobo, el bosque y el hombra nuevo''. Lo que sucede, en última instancia, es que a un campo que había vuelto poco a poco a recuperar su autonomía gracias a la relativa estabilización económica del socialismo cubano y a la existencia de un mercado nacional del libro, se le superpone la activación social de la crítica promovida con la ya aludida ''rectificación de errores''. (Cito dos ejemplos aleatorios de esa actividad crítica. Por primera vez el pasado reciente de la política cultural puede ser rescatado: Carlos Espinosa documenta mediante entrevistas algunos episodios del caso Padilla en Cercanía a Lezama Lima. Así mismo, la corrupción de los dirigentes políticos y la enajenación en el socialismo es un tema explícito en el discurso cinematográfico de esos años). Este era más bien el estado de las cosas, el desarrollo de un diagnóstico social a través de la literatura que no rivalizaba con la asimilación de técnicas literarias usadas por la vanguardia, junto a la proliferación de novelas y cuentos de ciencia ficción y policiales, cuando se desató la crisis de los 90 que también describí antes.
¿Qué viene a marcar entonces la diferencia entre los narradores de los 90 y los de las generaciones anteriores? Antes de todo, el contexto histórico mundial y nacional. En los noventa el modelo asistencial del estado cubano se ha deteriorado, por lo que a semejanza de la actividad económica de un sector de las empresas del país, las reglas que imperan en el mercado de los bienes culturales son las del consumo. Los narradores del 90, que no son solo los que comenzaron a publicar en esta década, han podido viajar y ser editados en el exterior. Muchos se han quedado en el exilio, como Jesús Díaz, pero otros viven en perpetuo tránsito entre el extranjero y la patria. Se han creado las condiciones para en medio de la crisis editorial del país y la consabida falta de papel seguir publicando e incluso manteniendo con auxilio de editoras extranjeras revistas que se vieron amenazadas de cerrar, como Unión y la Gaceta de Cuba.
Tampoco se puede menospreciar la pérdida de legitimidad que ha sufrido la retórica política revolucionaria ante todos los sectores sociales. Más que nunca este discurso se revela como ''ideología'', en el sentido de falsa conciencia, en un país donde se habla de socialismo y la inversión del capital extranjero mueve la economía nacional. De allí que sea poca la legitimidad que aporte al texto literario el sistema de valores asociados a los ideologemas políticos. (Incluso la literatura política disidente que se presenta como ficción es mal leída si carece de valores literarios).
Por último, hay que considerar que los resultados de veinte años de inversión continua en educación formaron en el país un público numeroso, y sobre todo que la cantidad de universitarios en la generación de los nacidos en las décadas del 70 y el 80 es muy grande y se concentra en las capitales, lo que capacita a un buen número de personas a entrar en ese juego de entendidos que es la actividad social de escribir. Los autores conocidos como novísimos crecieron de hecho participando en los talleres literarios que organizaba la Asociación Hermanos Saíz, en encuentros de escritores, peñas y recitales de poesía, en concursos y jurados de literatura. Allí se crearon las condiciones de la reflexividad y el juego especulativo que se ve tanto en los textos de algunos, como Rubén Aguiar, Ronaldo Menéndez, Ena Lucía, que muestra junto a las mayores aventuras verbales un espíritu de cofradía casi pueril.
Apenas me resta espacio para desarrollar las evidentes afinidades entre los más jóvenes autores cubanos y los principales exponentes de la Nueva Narrativa Hispanoamericana. La afinidad esencial, sin embargo, se da en el credo estético que separa la producción ficcional, como proceso de composición y elaboración formal del lenguaje, de las concepciones políticas.
BIBLIOGRAFÍA
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GARCÍA YERO, O. ''Dos reflexiones sobre la literatura cubana a partir de los años ochenta''Retirado de Internet: http://www.adelante.cu/literaria/2002/cuba80.htm
HUERTAS, B. Ensayo de un cambio: la narrativa cubana de los ochenta. Casa de las Américas, Ciudad de La Habana, Cuba, 1993
MATEO PALMER, M. Ella escribía postcrítica. Casa Editora Abril, Ciudad de La Habana, 1995
MENTON, S. Prose fiction of the Cuban Revolution. University of Texas Press, Austin, Texas, 1975.
_____________________ ''La novela de la Revolución Cubana, fase cinco: 1975-1987'' Revista Iberoamericana. Pittsburgh, n. 152-153, julio-diciembre, 1990, pp. 913-932
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RODRÍGUEZ CORONEL, R. La novela de la Revolución Cubana. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1986
______________________ ''La novela cubana contemporánea: alternativas y deslindes''. Revista Iberoamericana. Pittsburgh, n. 152-153, julio-diciembre, 1990, pp. 899-912. http://www.adelante.cu/literaria/2002/cuba80.htm (Olga García Yero)
1 Vale recordar los casos de Maria Elena Cruz Varela y Norberto Fuentes.
2 Pienso en Ronaldo Menéndez, que en el catálogo que le organiza a la exposición de un pintor amigo parece hablar de sus propios cuentos. Pienso en Pedro de Jesús López, mi compañero de clases, quien lee el Diario de Campaña de José Martí como si se tratara de su propia escritura.