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An. 2. Congr. Bras. Hispanistas Oct. 2002

 

Bioy vía Saer

 

 

Miriam Viviana Gárate

Unicamp

 

 

En un ensayo de los años setenta, uno de los mejores escritos hasta el momento sobre La invención de Morel, Juan José Saer formula algunas ideas instigantes. Considero que el ensayo se organiza en torno a dos líneas argumentativas que en un determinado momento se cruzan: una, referente al tema central de la novela de Bioy, en la cual Saer infiltra sistemáticamente sus propias obsesiones; la otra, relativa al célebre prólogo de Borges, cuyos argumentos se propone refutar hasta producir una suerte de inversión y, una vez transformados en su contrario, reconducir a la propia órbita de intereses. Resumo los principales aspectos del ensayo con el propósito de revisarlos posteriormente a la luz del texto tutor.

Saer comienza expandiendo el argumento de La invención, proyectándolo mucho más allá de los límites de la isla ideada por Bioy Casares. El perfeccionamiento del cine total, nos dice, es una empresa superflua, puesto que ese cine ya ha sido creado. Cada uno de nosotros es el protagonista de un complejísimo film en el que en cada escena nos sentimos en la obligación de conjeturar el sentido de las precedentes, lo cual retrospectivamente las transforma. En dicho film los personajes ''tienen, pareciera,'' dice Saer muy saerianamente, ''conciencia de sí''. Desde el primer momento, por lo tanto, se busca instaurar un vínculo entre el tema de La invención y el tema recurrente de las invenciones saerianas: cada instante de nuestra existencia, de las innumerables percepciones que la configuran, es un conjunto de fotogramas de ese imaginario y caótico film que abarca la historia de cada individuo, la historia con mayúsculas, el universo todo. Ahora bien, ¿puede atribuirse una conciencia semejante a las imágenes, en especial, a ese tipo especialísimo de imágenes tridimensionales y perfectamente ilusionistas creadas por Morel? La pregunta encontraría un principio de respuesta afirmativa en la ficción de Bioy, pues las imágenes producidas por el dispositivo moreliano no reflejan o representan a sus modelos: los sustituyen, dando lugar a lo que Max Milner calificó como un ''rapto de la identidad''. No obstante, afirma Saer, el artífice se equivoca:

Es el mismo narrador el que nos muestra que no hay más que imagen: porque de otro modo si no, la porcelana proyectada en el cuarto de máquinas, a los golpes de hierro, como la porcelana real, se rompería. Esa porcelana proyectada, a pesar de poseer muchos de los atributos de la porcelana verdadera, carece de otros, fundamentales, relativos a su masa y a su resistencia por ejemplo; la imagen, eliminando la conciencia de sí en los seres humanos y ciertas cualidades precisas de la porcelana, elimina de los modelos una condición principalísima, la de fragilidad. La fragilidad es la preocupación principal de Morel: a la fragilidad del cuerpo y de la conciencia, quiere sustituirla por una imagen férrea en la que cuerpo y conciencia sean inalterables, alterando de ese modo la condición de sus modelos'' (por lo que se trata de alterar una supuesta ''alma del mundo'' y no meramente de perfeccionar una técnica) ''... Para este traslado, el estado que se requiere en el modelo es el bienestar, ya que si habrá conciencia en la imagen, es necesario que esa conciencia sea plena y deleitosa (SAER, 1973, p.166).

Saer insiste en la diferencia existente entre las imágenes, ''refractarias a la contingencia'', invulnerables, suerte de cielo materializado en la tierra y ''el ser que se debate en la contingencia'', encarnado a su vez en el narrador. En ese contexto destaca el contraste entre la parte alta de la isla y los pantanos, pero no avanza más en esa dirección porque su razonamiento comienza a desplazarse a partir de este punto hacia el segundo de los ejes argumentativos. En efecto, so pretexto de admitir la tentación de una lectura psicoanalítica de la novela de inmediato descalificada (y ensayada posteriormente, entre otros, por Didier Anzieu) vuelve a reivindicar la pertinencia de esa indagación mayor, más universalizante, que es la de la conciencia de sí. Retengo, pues, a los efectos de realizar un examen ulterior, el contrapunto entre fragilidad e invulnerabilidad, contingencia y permanencia, rasgos que trazan la línea divisoria entre las imágenes y el ser, entre Faustine, Morel y los veraneantes, por un lado y el narrador protagonista, por otro.

La impugnación de la lectura en clave psicoanalítica no debe considerarse, sin embargo, como sinónimo de descuido del aspecto ''psicológico'' de la novela, advierte Saer. Al contrario, la peculiar idiosincracia del protagonista es un elemento compositivo de peso. Como puede notarse con facilidad, las ideas del contendiente han comenzado a ser impugnadas antes de que se lo nombre con todas las letras, lo cual se hará de inmediato: ''Por sus características psicológicas'', nos dice Saer, el narrador protagonista:

... es lo contrario del héroe tradicional de la novela de aventuras (...) Si el objeto de Bioy Casares hubiese sido el de escribir una novela de aventuras, como estima Borges en el prólogo, no hubiese sido tan generoso en sus detalles. En realidad, el prólogo de Borges preconiza una teoría de la novela que es exactamente lo contrario de La invención de Morel. Destinado a exaltar la novela de aventuras en detrimento de la novela psicológica, el prólogo de Borges está puesto, evidentemente, en mal lugar: precediendo a una novela cuyo tema fundamental, o uno de cuyos temas fundamentales, es la insignificancia de la peripecia, del acontecimiento, del momento límite, es decir, de la materia de que están tejidas todas las novelas de aventuras (...) Lo que Morel intenta eternizar no es, de ningún modo, ningún momento límite, ninguna peripecia capital, sino la banalidad misma. (...) Pero esa banalidad no es más que aparente: en el interior de los personajes, está pasando, en estos momentos, algo cuya intensidad es y ha de ser siempre mayor que cualquier aventura en espacios abiertos y en mares desconocidos: la percepción continua, confusa, ardua, del mundo y del tiempo, y la red intrincadísima de experiencias que la existencia de esa percepción supone. (SAER, 1973, p.168-9).

Quien haya leído más de un relato de Saer no tendrá dificultades en considerar estas líneas como una autodefinición inmejorable de una des la materias densas de sus ficciones.

No me detendré en la segunda parte de la refutación en la cual el crítico prueba que Borges confunde groseramente lo real con lo verosímil (de allí la falsa -o al menos, equivocada - oposición real/artificial instituida en el prólogo) y se dedica a explicitar su propia concepción del concepto de realidad como ''primera mediación artificial'' entre lo único que hay (''cierto flujo, continuo, confuso, indefinido, neutro, que produce, por momentos, nudos fugaces, aglomeraciones, cuya significación depende en gran medida de la contingencia que es la materia misma de la conciencia que observa y clasifica'') (SAER, 1973, p.171) y la conciencia que observa y clasifica. Lo que me interesa es retener la conclusión a la que se llega con respecto al modus operandi de aquel con quien se ha decidido polemizar: ''Como muchos otros de Borges, este argumento tiene como mecanismo principal el de atribuir la idea que el autor se hace del objeto al objeto mismo'' .

Cito para concluir el último párrafo del ensayo:

Incluso si aceptamos la falsa distinción borgiana entre novela psicológica y de aventuras, el examen detallado de La invención de Morel mostrará que se trata de una novela psicológica y no de una novela de aventuras. La inclusión de un elemento fantástico... no es más que un pretexto como cualquier otro para meditar sobre un problema que no es de ningún modo una invención fantástica: el problema de la fugacidad de la existencia y la conciencia desdichada que esa fugacidad supone. A diferencia de los compadritos de Borges, verdaderas piezas de relojería literaria, el inventor de Morel, que es a su modo un narrador ya que reproduce, con la ciencia de su pasión, cierto mundo que ha elegido como suyo, vive en el tiempo y lucha contra las innumerables humillaciones que la violencia del tiempo le inflinje. Ante el estrago cotidiano de Leopold Bloom, los peligros acumulados por las novelas de aventuras dan la impresión de ser incomodidades insípidas. (SAER, 1973, P. 172)

 

I- La férrea conciencia de la fragilidad

Como se ha visto, la condición de fragilidad instaura para Saer una irreductible línea divisoria entre las imágenes y el ser, constituyendo por lo tanto un tópico fundamental de La invención. Quisiera mapear en este apartado las manifestaciones de lo frágil y lo férreo, sus desdoblamientos y variaciones, bien como el orden de combinaciones en que ambos polos se conjugan.

Desde las primeras frases del relato el narrador protagonista se da a ver en lo que tiene de más vulnerable o, mejor aún, da a ver aquello en lo que la vulnerabilidad encarna: la carne, el cuerpo humillado por el sudor, por los mosquitos, por el agua pestilente de los pantanos, por la suciedad, fatigado por el insomnio, enflaquecido por el hambre. De hecho, los motivos de la búsqueda de alimentos, de remedios más tarde, del cansancio ante las faenas cotidianas, de la muerte por ahogo que asecha en cada amanecer, atraviesan la narrativa y se prenden al cuerpo del narrador. Frente a él, y en abierto contraste, veraneantes que ''bailan entre los pajonales de la colina, ricos en víboras'', figuras indiferentes a la putrefacción del agua en la que se zambullen o a la tempestad bajo la cual conversan con toda naturalidad, ''desafiando la muerte'', dice el narrador espantado.

Si el lector avanza en dirección a la dimensión amorosa de la trama y centra su atención en los protagonistas se depara, asimismo, con una semiología de los sentimientos muy familiar; muy familiar y muy corpórea. Por un lado, miradas suplicantes, respiración agitada, rubores, susurros que se vuelven gritos desesperados; por el otro, ni un único parpadeo, la más absoluta impasibilidad de un pecho que no altera en nada su ritmo, la figura hierática a pesar de sus movimientos, el eidolon, Faustine. Así, al cuerpo que se altera por obra de lo exterior se suma el cuerpo que se trastorna ''desde adentro''. En ambos casos, la vulnerabilidad marca a fuego la casa del ser y le impone cambios, variaciones, lo transforma, lo maltrata. Del otro lado, lo inalterable, la indiferencia en todos los sentidos.

Frágil en la dimensión de lo corpóreo, el narrador protagonista lo es también en el plano de los sentimientos, del intelecto, de la voluntad. Detesta y luego ama (detesta a la que ama), siente celos, prueba, refuta y vuelve a probar para de nuevo refutar traiciones imaginarias, abomina y luego homenajea al rival/modelo, teje y desteje mentalmente proyectos, realiza algunos, no logra perseverar en la ejecución de otros, corrige acciones previamente planeadas en el momento de llevarlas a cabo. En contrapartida, lo que se da a ver de la existencia de esos seres aparentes que son las imágenes -y desde luego que ni la perspectiva adoptada ni la parquedad de la visión es casual- es la repetición incesante de conversaciones y de actos más o menos triviales, frívolos, superficiales; superficialidad en sintonía con el vehículo que le da forma. Lo mismo vuelve una y otra vez, inflexible a cualquier tipo de contingencia, inmodificado e inmodificable a perpetuidad.

No obstante, esta distribución de papeles y de atributos se conjuga con su opuesto dando lugar a una suerte de quiasmo que reordena las posiciones relativas de lo frágil y lo resistente, lo contingente y lo perenne, lo cambiante y lo inalterable. Porque es desde una férrea consciencia de la fragilidad de los sentimientos y de la existencia misma (de la contingencia de la pasión y del ser, de la mortalidad de ambos); es desde la inalterable desdicha que la conciencia de esa fragilidad supone, que el narrador toma la decisión de entrar en el film para substraer su pasión, su existencia (¿su existencia en la pasión?) a los efectos corruptores del tiempo. Y es desde la inconsciencia de una perpetuidad que no se sabe tal, que desconoce su condición, que las imágenes, aunque de hecho incorruptibles, continúan viviendo eternamente la fragilidad, la precariedad, la contingencia del instante grabado, no la eternidad de que no gozan porque lo ignoran. En este sentido, evidentemente tampoco es casual que la confesión hecha por Morel a sus amigos sea una escena truncada en la que los personajes vislumbran su fin inminente y no la eternidad de la que retrospectivamente deberían considerarse beneficiarios.

Lo que se eternizó ignora su condición; sólo el que va a morir, el que va a matarse en un postrer acto voluntario, el narrador, sabe que la eternidad lo aguarda del otro lado. Resta saber si el que estará del otro lado, el que pasará a formar parte de un film que quiere ser, y sabe que (sólo) parece, un film sentimental, resta saber si ese otro lo sabrá. Resta saber si lo que más le importa es la conciencia de una vaga eternidad inminente o la eternización de un instante pacientemente ensayado, simulado casi a la perfección pero que pese a todo se sabe/siente falso: el del reconocimiento por parte de Faustine. La media respuesta a estas preguntas es enunciada en el último párrafo como ruego dirigido a un lector eventual; por lo tanto, a todos nosotros:

Al hombre que, basándose en este informe, invente una máquina capaz de reunir consciencias disgregadas, haré una súplica. Búsquenos, a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso. (BIOY CASARES, 1940, p. 82).

La otra mitad, la de la interrogación que permanece, podría formularse del siguiente modo: en qué medida La invención, sin dejar de ser una meditación sobre ''el problema de la fugacidad de la existencia y la conciencia desdichada que esa fugacidad supone'' puede leerse, al mismo tiempo, como una novela de aventuras? O, mejor aún, de una forma particular de la aventura que, considero, es igualmente poco estimada en las ficciones de Borges y de Saer. Dicho de otro modo: ¿en qué medida la meditación sobre la fugacidad de la existencia es indisociable, en la novela de Bioy, de la aventura implicada en la pasión amorosa? Me permito citar nuevamente un trecho del ensayo de Saer:

Destinado a exaltar la novela de aventuras en detrimento de la novela psicológica, el prólogo de Borges está puesto, evidentemente, en mal lugar: precediendo a una novela cuyo tema fundamental, o uno de cuyos temas fundamentales, es la insignificancia de la peripecia, del acontecimiento, del momento límite, es decir, de la materia de que están tejidas todas las novelas de aventuras (...) Lo que Morel intenta eternizar no es, de ningún modo, ningún momento límite, ninguna peripecia capital, sino la banalidad misma ... (...) Pero esa banalidad no es más que aparente: en el interior de los personajes, está pasando, en estos momentos, algo cuya intensidad es y ha de ser siempre mayor que cualquier aventura en espacios abiertos y en mares desconocidos: la percepción continua, confusa, ardua, del mundo y del tiempo, y la red intrincadísima de experiencias que la existencia de esa percepción supone. (SAER, 1973, p. 168-9).

Sospecho que a estas alturas se le podría ''imputar'' a Saer lo que él le imputa a Borges: que el ''argumento tiene como mecanismo principal el de atribuir la idea que el autor se hace del objeto al objeto mismo'', pues, en la enmarañada red de experiencias que la existencia supone, una reúne y anuda a las restantes. Me atreveré por lo tanto a formular sin más rodeos una pregunta indecorosa: ¿La invención de Morel es una novela de amor?

 

II- La trascendencia del deseo o el deseo de trascendencia

Es evidente que al enunciar la pregunta del modo más cursi posible he querido proceder por exageración. Tanto en la novela de Bioy Casares que nos ocupa como en otros relatos suyos de temática semejante, en los que el deseo se extravía en el dilema de la relación entre copia y original (menciono sólo algunos: Máscaras venecianas, El lado de la sombra, Dormir al sol, Los milagros no se recuperan) la pasión amorosa es parodiada en mayor o menor grado. Pero el escarnio no suprime la complicidad con la que el autor se acerca a ese sentimiento ridículo y sublime a la vez (me permito invocar aquí una frase de Wilcock a la que Bioy, supongo, adheriría: ''el sentimiento es ridículo, pero sería extraño que por ese motivo tuviésemos que prescindir de él''). El mismo retorno de personajes empeñados en identificar al ''auténtico'' objeto deseado, generalmente perdido, y en recuperarlo siquiera fugazmente, es de por sí significativo. En otras palabras, revela cierta afección por un tema de larga tradición en la literatura que la lectura de Saer prefiere pasar por alto. De hecho, lo que Morel intenta eternizar no es ''ningún momento límite, ninguna peripecia capital, sino la banalidad misma''; de hecho esa banalidad es sólo aparente, dado que ''en el interior de los personajes, está pasando, en estos momentos, algo cuya intensidad es y ha de ser siempre mayor que cualquier aventura en espacios abiertos y en mares desconocidos: la percepción continua, confusa, ardua, del mundo y del tiempo, y la red intrincadísima de experiencias que la existencia de esa percepción supone''. Sucede que de esa red intrincadísima de experiencias, no ya Morel, de quien poco sabemos 1, sino el narrador-protagonista, elige obstinadamente una y se sacrifica en su nombre. ¿Y qué nombre dar a la impresión de esa experiencia que se simula ''para nadie'', tal vez porque se alucina ''para sí''?; ¿cómo llamar a la experiencia (irrealizable) que se sueña y por la cual se implora en las últimas líneas? Entrar en el cielo de la conciencia de Faustine, ser percibido y reconocido por la mujer deseada, ser, para ella, por un instante, lo cual deviene casi sinónimo de ser? a secas: he allí la aventura desde la que se formula esta meditación sobre ''el problema de la fugacidad de la existencia y la conciencia desdichada que esa fugacidad supone''. En ese sentido, cabría indagarse por aquello que está en juego en la experiencia amorosa, por aquello que se ama en quien se ama, por lo que pulsa en la pasión desde el centro mismo de lo frágil, lo perecedero, lo fugaz.

Cito un párrafo de Max Milner, quien, luego de recordar el vínculo instituido entre fotografía y muerte por Roland Barthes, y antes de someter a examen algunas ficciones generadas por el perfeccionamiento de los dispositivos ópticos de reproducción, en particular, el cine, afirma:

Hay en la pasión amorosa una loca búsqueda de lo mismo que es a la vez reconfortada y desmentida por la posibilidad nueva de inscribir sobre un soporte teóricamente indestructible, sin otra intervención humana que la de un ''operador'' totalmente neutro, aquello que fue la expresión de un instante: el brillo de una mirada, el pliegue de unos labios cerrados. (MILNER, 1982, p. 203, traducción mía)

Algunas páginas después, refiriéndose al componente narcicista que conlleva toda pasión amorosa y a su representación paroxística en la Eva futura, de Villiers, sostiene:

El deseo amoroso no sabe desear sino la repetición. Poco importa que el autómata no haga otra cosa que repetir palabras previamente registradas, puesto que esas palabras son el eco de las que el enamorado deseó oír... Poco importa que las mismas situaciones y los mismos gestos se reproduzcan, puesto que la historia de un amor se resume en un encuentro único, del que los siguientes corren el riesgo de no ser sino la imagen degradada. Eternizar una sola hora de amor, sustraerla al cambio, fijarla y definirse allí, allí encarnar su espíritu y su último voto, ¿no sería ese el sueño de todos los seres humanos? No es sino para intentar volver a atrapar esa hora ideal que se continúa amando, a pesar de las diferencias y disminuciones aportadas por las horas siguientes. (MILNER, 1982, p. 216, traducción mía)

Leída bajo el signo del narcisismo por Max Milner, la pretendida (y fracasada) eternización del instante en la pasión puede leerse, asimismo, partiendo de ciertos postulados enunciados por René Girard en Mensonge romantique, verité romanesque (1972), como resto de un impulso de trascendencia que nos recuerda los orígenes metafísicos del deseo 2. Aunque en apariencia antagónicas, estas formulaciones comparten, sin embargo, el hecho de caracterizar a la pasión como experiencia límite que persevera en la (imposible) búsqueda de lo perenne en lo fugaz, de lo resistente en lo precario, de la identidad en la diferencia. Comparten, asimismo, su condena, dado que ya sea que se la entienda como destello de trascendencia o de plenitud narcisista (como expresión de una no-falta en el centro mismo de la falta en ambos casos), por esa misma razón, la pasión miente, engaña, ilusiona al sujeto con una promesa que jamás podrá cumplir.

Aunque supongo que tanto el Saer de los años setenta como el actual no sentiría el más mínimo aprecio por las teorizaciones de Girard, de Milner, ni por mi versión de ellas, considero que adheriría sin dificultades a la condena de la pasión. En lo que respecta a Bioy Casares y su relato, sospecho que nos enfrenta a una paradoja, que la respuesta es mucho menos segura, puesto que la imposibilidad de lo deseado no suprime su necesidad, lo ridículo del intento no lo torna menos grave, la condena no anula el ditirambo a lo imposible.

¿La invención de Morel es una novela de amor? Confieso que, un poco como el narrador protagonista, todavía estoy ensayando el guión, la tal vez respuesta. Ensayarla una vez más y reescribir ahora, de nuevo, este ensayo, del principio al fin, es lo que me propongo hacer. Pero como el tiempo de esta ponencia ha expirado, dejo, por ahora, en suspenso la pregunta.

 

BIBLIOGRAFÍA

ANZIEU, D. Machine à décroire: sur un trouble de la croyance dans les états limites. Nouvelle Revue de Psycanalyse, N 18, 1978, p. 151-167.

BIOY CASARES, A. La invención de Morel (1940). In La invención y la trama. Madrid, Tusquets, 1991, p 23-83.

GIRARD, R. Mensonge romantique, vérité romanesque. París, Grasset, 1972.

MILNER, M. La fantasmagorie. París, PUF, 1982.

SAER, J. J. La invención de Morel. In: El concepto de ficción. Buenos Aires, Ariel, 1997, p 164-173.

 

 

1 Sabemos lo suficiente, sin embargo, como para suponer que el narrador lo mima en ambos sentidos, o sea que lo emula y, a partir de cierto momento, lo estima. Por esta vía ambos personajes deben interpretarse bajo la clave del doble.
2 Transcribo unas pocas frases del libro de Girard insuficientes, sin duda, para aprehender un complejo sistema de ideas desarrollado a lo largo de más de trescientas páginas, pero suficientes, creo, para captar su ''espíritu'': ''La pasión es el cambio de dirección de una fuerza que el cristianismo despertó y orientó hacia Dios. La negación de Dios no suprime la trascendencia sino que la desvía del más allá hacia más acá (p. 65); Las fuentes metafísicas del deseo, el carácter trascendente de la pasión, son afirmados por Flaubert, Stendhal, Dostoievski''; ''La noción de una trascendencia desviada hacia lo humano ilumina la poética proustiana... Lo que se revive, en el contacto con una reliquia del pasado, es la calidad trascendente del deseo de otrora'' (P. 87). Traducción mía.